Recientemente Asenbar ha sido galardonada por quedar en 2º lugar en los premios II Premio Lilly de relato corto ‘Cuenta tu Historia’.
El relato presentado se titula «Ser de luna y fuego», historia de Juan Carlos, presidente de Asenbar, cuando fue diagnosticado por primera vez de un adenocarcinoma de Barrett.
Por supuesto, dar las gracias a Lilly, y sobre todo al escritor Jose Luis López Amigo, quien escribió el relato de forma maravillosa y logró que la historia de Juan Carlos lograse ser galardonada.
«Alguien me ayudó a mí, yo te he ayudado a ti, ahora tú debes ayudar a los demás»
Juan Carlos Hernández Corredera
“Ser de luna y fuego”
Hoy me siento ante el espejo y recuerdo que no siempre todo fue tal y como parece ser ahora. Quizás por esa imagen, que me devuelve el reflejo, sea por lo que me he acordado de cómo he vivido esta pequeña historia. Me siento satisfecho, pero cansado de vivir en esta lucha, de sentir soledad y abandono. Cansado de luchar por un futuro para nosotros. Cansado pero feliz.
En ese momento los recuerdos se amontonan en la mente de Juan Carlos. Un condenado a muerte antes de que nadie conociera su enfermedad. Un hombre que aquella mañana de 2009 no podía saber que le esperaba un reto y que solo tenía una decisión que adoptar.
***
La vida de Juan Carlos había sido como la de cualquier joven nacido en los 70 en una ciudad universitaria como Salamanca. Jamás hizo nada que no hubiesen hecho otros chicos de su edad. Aprendió, jugó, amó, golfeó y se hizo un hombre al lado de sus amigos y su madre. Conoció y se enamoró de Paloma desde el primer momento que la vio. Era esa persona que hace que el amanecer nunca sea frío y las noches estén llenas de magia.
Después llegaron las responsabilidades y los hijos. Las alegrías que cualquier persona normal vive. Su fútbol, sus cervezas con los amigos, las caricias con su mujer, las visitas al cole para ver crecer a Quique, su hijo mayor y la sonrisa de Alfonso, el pequeño, en brazos de su madre. En fin, una vida normal de un hombre que aun no sabía que era excepcional.
Él nunca le dio importancia a aquella molesta acidez estomacal que le amargaba más de una noche. Desde niño le había estropeado alguno de esos momentos que todos recordamos, como los cumpleaños y las primeras salidas con otros estudiantes a disfrutar de la noche salmantina, pero aquella mañana de 2009 todo cambió. La vida le presentó sus cartas y él no tenía buena mano, en una partida que tenía que ganar.
***
Aquel mes fue duro, pruebas y más pruebas que concluyeron con una endoscopía. Todo por aquella maldita persistente acidez estomacal. Juan entró en el despacho del médico. No le había acompañado nadie, ya que no pensaba que fuese realmente importante. El especialista le indicó con cara muy seria que se sentase. Aquello no le gustó a Juan Carlos.
—Juan, los resultados no son buenos —el primer golpe le hizo bajar la guardia —, tienes un adenocarcinoma de Barrett —. El segundo golpe le dejó sin respiración —. No tienes otra solución que la esofagectomía. La operación consiste en cortar el esófago y unir el estómago a la garganta —. Ahora estaba mareado, a punto de ser noqueado.
—¿Qué …?— fue la única palabra que salió de su reseca boca mientras el doctor continuó con su sentencia.
—El riesgo de muerte si operamos es casi de un ochenta por ciento —. Continuó el doctor sin darse cuenta de que le tenía contra las cuerdas —, como el tamaño es de unos 3 cm esperaremos a que tengas un cáncer más grande y luego hacemos esta intervención —. Deseó que aquello fuese una pesadilla, que no le estuviese pasando a él —. Juan, quiero que sepas que además deja muy mala calidad de vida después —. Sintió el tacto de la lona en su piel mientras se derrumbaba.
—¡Doctor! No puede ser —trató de contestar —¿Qué puedo hacer?
—Sinceramente —la frase que pronunció el doctor fue el último golpe y el definitivo —, aprovecha a hacer eso que has dejado pendiente en la vida, ¡lo siento!—. El árbitro había comenzado la cuenta atrás.
Salió del hospital hundido, sin esperanza y dispuesto a seguir el consejo de aquel doctor inmisericorde. Cuando llegó al trabajo, se fue directamente al baño y allí, sin nadie que le consolara, rompió a llorar. ¿Qué le diría a Paloma? ¿Cómo decirles a sus hijos que la batalla estaba perdida?
Aquella noche Paloma acostó a los pequeños con lágrimas en los ojos. Jamás, como ese día, sintió todo su amor. No volvió a llorar y las caricias fueron el consuelo que un condenado necesitaba. Era su compañera y allí estaba a su lado, compartiendo lo malo con la misma intensidad con la que habían compartido lo bueno. Fue el primer intento de levantarse de aquella lona, el primer conato de no aceptar la derrota.
Fueron unos días terribles. Compartir una tumba anticipada es la peor de las formas de vivir y dos días después se presentó en un notario y arregló sus últimas voluntades, redactando un testamento qué jamás pensó que tendría que escribir. A la salida del despacho decidió comunicar la noticia a aquellos con quienes había compartido su vida. Un pequeño grupo de amigos y familiares. Una despedida oficial que en realidad era una rendición porque la cuenta atrás continuaba.
Aquella mañana, después de aquel mal trago que fue reunir a todos y darles la mala noticia, decidió salir a dar una vuelta. Besó a su mujer y salió a recorrer las calles de su Salamanca. Paseó por las calles donde jugó y creció, los locales donde se divirtió y la sensación era rara. Su vista se fijaba en lo hermosa que era la ciudad pero su cerebro no dejaba de pensar que aquello no podía ser, que no podía dejarse ir.
Esa mañana el sol brillaba de una forma especial. Por más que tratase de evitarlo, no dejaba de deslumbrarle. No era molesto pero no dejaba que se hundiese en su propia lástima. En ese momento notó que el sol le estaba hablando ¿O era la vida? Se sentó en la preciosa plaza mayor y lo supo. No podía rendirse sin luchar. Aun no había llegado la cuenta a diez y se sintió con fuerzas para intentar volver a ponerse en pie.
Sus pasos, cada vez más largos y rápidos, le dirigían de vuelta a casa. Paloma se asustó al verle entrar en ese estado de excitación.
—Juan, ¿qué ocurre? —Su preciosa cara mostraba ojeras por haber pasado la noche llorando.
—Que estoy vivo y aun no he tirado la toalla —Se sentó delante de su ordenador y lo encendió. Paloma se agarró a su cuello y le besó en la mejilla con el beso más tierno que jamás le había dado.
—Ni yo tampoco, Juan, ni yo —respondió amorosa.
***
El sonido del sistema operativo al iniciarse le sonó como una varita mágica. Era la mejor señal de que era la decisión correcta. Estaba abriendo una puerta que muy pocos antes se habían atrevido a abrir. Estaba enfrentándose a su destino. No pensaba aceptar la sentencia del doctor, el principio de un largo camino.
Tecleó en el buscador la sentencia esófago de Barrett y comenzó la búsqueda. Los días pasaban y algunas veces se derrumbaba. Los foros normalmente eran para ayudar emocionalmente a los enfermos y no para buscar una solución. La acidez le recordaba que tenía que insistir.
La palabra se iluminó como si fuese un neón publicitario ante sus ojos. Radiofrecuencia, un nuevo tratamiento. Gritó y Paloma acudió al momento. Dos horas después de mirar información se abría una puerta con luz, se abrazaron ilusionados y, por primera vez, con esperanza. Ahora ya no estaba caído en la lona y el árbitro estaba a punto de dejar de contar. Aquello era el primer paso
Los días pasaban, visitas y más visitas, favores y súplicas. El tratamiento, fruto de la investigación conducía a Estados Unidos, fuera de sus posibilidades. Nubes negras se cernían sobre esa primera información. Nadie en los organismos oficiales parecía querer ayudarle. La acidez crecía en su interior y sobreponerse cada día era más duro. Si las decisiones acababan suponiendo un golpe, pues solo quedaba levantarse y seguir luchando. Paloma, a su lado, no le dejaba que viese las ojeras de ser su dama, trabajadora y ama de casa. Su amor era la gasolina más válida para no rendirse.
***
Era un viaje más. Un camino que mirar. Todo había sido fruto de la coincidencia. Un amigo en una reunión habló de lo que me estaba pasando a un investigador que trabajaba en el Hospital Clínico San Carlos de Madrid. Este le pidió a mi amigo mi teléfono y esa mañana tenía cita con él. Lo cierto es que de nuevo estaba en la lona y la cuenta del árbitro avanzaba inexorable.
Entré al pabellón privado del Clínico como un condenado a muerte. En cuanto dije mi nombre todos los enfermeros se pusieron a atenderme. Preguntas, órdenes y sin tiempo para pensármelo estaba con la ridícula bata azul sin nada de ropa debajo. Me pasaron a una sala y me tumbaron en una camilla.
—Hola, Juan. Soy el Doctor Esteban —Me miró sonriente —. Hoy empieza tu tratamiento de radiofrecuencia —. Una lágrima de esperanza rodó por mi mejilla.
El camino a partir de ese día no fue fácil, pero tampoco difícil. Gracias a la investigación, yo, el paciente de Barrett con una sentencia de muerte segura, he ganado el combate. Hoy la imagen del espejo, cansada pero feliz, me pide que siga en la lucha. Que miles de personas no saben que tienen una esperanza y que no tienen por qué enfrentarse a la enfermedad a solas.
Hoy, años después, estoy curado.